martes, 31 de diciembre de 2019

Los tipos duros no bailan - Norman Mailer






Nunca había tenido tantas ganas de discutir con mi padre como entonces. No hay mayor tristeza que la de estar sentado,. con el cerebro medio atontado, con el torso y las extremidades laceradas, todo tu ser ardiendo y pesado como el plomo, y el corazón rebosante de consternación por haber perdido una pelea que todos decían que merecías ganar. Por eso, con la boca hinchada y una arrogancia que mi padre debió de considerar fuera de lugar, dije:

— Mi error fue que no bailé. Hubiera debido bailar desde el principio, boxeando sin parar, acorralándole. -Moviendo las manos, añadí-: Hubiera debido pelear así, ¡zas, zas!, esquivar, dar vueltas a su alrededor. Volver al ataque con golpes cortos, bailar alejándome de su alcance, bailar en círculo, ¡zas, zas!, ¡machacarle, machacarle, machacarle! -Hice un movimiento afirmativo con la cabeza, como aprobando tan excelente plan de ataque-. Y cuando lo hubiera tenido a punto, soltarle un buen directo.

Mi padre tenía la cara inexpresiva.

— ¿Has oído hablar de Frank Costello? -me preguntó.
— Uno de los gangsters más importantes -dije con admiración.
— Una noche, Frank Costello estaba sentado en un club nocturno, en compañía de su rubia, una chavala muy guapa, y en su mesa estaban también Rocky Marciano, Tony Canzoneri y Dos Toneladas Tony Galento. Una reunión de italianos. La orquesta tocaba. Y Frank va y le dice a Galento: «Anda, baila con Gloria.» Esto pone nervioso a Dos Toneladas. No le gusta bailar con la chica del gran hombre. ¿Y si la rubia se le arrima demasiado? Así que le dice: «Bueno, señor Costello, ya sabe que no soy un gran bailarín.» Y Frank le contesta: «Y una mierda, bailas muy bien. Baila con Gloria.» El caso es que se levanta y da un par de vueltas por la pista con la muchacha, manteniéndola muy alejada, y cuando vuelve con la chica a la mesa, Costello le pide lo mismo a Canzoneri. Tony saca a bailar a la rubia. Luego le llega el turno a Rocky Marciano. Éste es el único que se considera lo bastante importante para llamar a Costello por el nombre de pila, y le dice: «Señor Frank, ya se sabe que los pesos pesados no nos lucimos en una pista de baile.» Frank Costello le contesta: «Sal a la pista y baila con Gloria.» Mientras bailan, Gloria aprovecha la ocasión para decirle al oído: «Oye, hazme un favor. A ver si consigues que el tío Frank dé unos pasitos conmigo.» Terminado el baile, Rocky lleva a la chica a la mesa, sintiéndose un poco más relajado, en tanto que los demás ya se han tranquilizado. Comienzan a pinchar al gran hombre, con mucho cuidado, ¿comprendes?, sólo bromeando un poco: «¡Venga, señor Costello…!» «¡Vamos, señor Costello, complazca a la señorita!» Y Gloria le dice: «Sí, ¡por favor…!» Y los otros dicen: «Ahora le toca a usted, señor Frank. Pero Costello niega con la cabeza y dice: «Los tipos duros no bailan.»
Mi padre tuvo cuatro o cinco frases favoritas a lo largo de su vida, y era raro que no aprovechara la oportunidad de soltarle alguna. ínter Jaeces et urinam nascimur parecía ser la definitiva y la más triste; en cambio, la más alegre era: «No hables, que le quitas! el viento a la vela.» Pero durante mi adolescencia su frase habitual fue: «Los tipos duros no bailan.»!

A los dieciséis años, cuando era un chaval medio irlandés de Long Island, no sabía nada de los maestros del zen ni de sus; paradojas, pero si hubiera sabido algo, la frase de mi padre habría sido una paradoja para mí, pues no la entendí. Sin embargo, se me quedó grabada, y a medida que me fui haciendo mayor la encontré cada vez más significativa. Ahora, sentado en la playa de South Wellfleet, contemplando las olas que se estrellaban ante mí tras un viaje de miles de kilómetros, pensé una vez más en lo increíbles estragos que Patty Lareine había causado en mi personalidad. Como era de esperar, el agua de los pozos de mi compasión de mí mismo subió rápidamente de nivel, y consideré llegado el momento de dejar a un lado aquella paradoja, a menos que me fuera posible considerarla desde un nuevo punto de vista.

Seguro que mi padre, con aquella frase, quería expresar algo más profundo que la necesidad de hacer frente a la adversidad. algo tan profundo que no sabía o no podía explicar, posiblemente. Algo que, sin embargo, formaba parte de su código de conducta. Algo que quizá pudiera compararse a un solemne compromiso. Tal vez la filosofía de mi padre debía cristalizar en un principió tan escurridizo que aún no me había sido posible aprehenderlo.

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