sábado, 8 de febrero de 2020

On Boxing de Joyce Carol Oates





Cuando veo sangre me convierto en un toro.
MARVIN HAGLER

No tengo la pretensión de justificar el boxeo como deporte porque nunca lo he considerado un deporte.

No hay nada fundamentalmente lúdico en ello; nada que parezca pertenecer a la luz del día, al placer. En sus momentos de mayor intensidad parece contener una imagen de la vida tan completa y potente —belleza de la vida, vulnerabilidad, desesperación, coraje incalculable y a veces autodestructivo— que el boxeo es la vida, y difícilmente un simple juego. Durante un combate pugilístico de altura (Ali - Frazier, por ejemplo) nos sentimos profundamente conmovidos por la comunión del cuerpo consigo mismo a través de la intransigente carne de otro. El diálogo del cuerpo con su personalidad-sombra… o con la Muerte. El béisbol, el fútbol, el baloncesto: esos pasatiempos tan esencialmente norteamericanos son deportes de fácil reconocimiento porque implican juego: son juegos. Se juega al fútbol, no se juega al boxeo.

Al observar deportes de equipo, equipos de hombres adultos, uno ve cómo los hombres son niños en el sentido más dichoso de la palabra. Pero el boxeo, en su ferocidad elemental, no puede asimilarse a la niñez. (Aunque hay hombres muy jóvenes que boxean, incluso profesionalmente, y muchos campeones mundiales se iniciaron en el boxeo en los primeros años de su adolescencia. Cuando tenía dieciséis años, Jack Dempsey, desarraigado y a la deriva en el Oeste, peleaba por pequeñas sumas de dinero en salas de boxeo sin árbitro en las que —siguiendo el orden natural de las cosas— podría haber encontrado la muerte). Los espectadores de juegos públicos extraen gran parte de su placer al recrear las emociones colectivas de la niñez, pero los espectadores de los combates de boxeo reviven la infancia homicida de la raza. De ahí el salvajismo ocasional de las masas de aficionados al boxeo —la muchedumbre, mayoritariamente hispana, que lanzó gritos de júbilo cuando el galés Johnny Owen perdió el sentido a manos del campeón peso gallo, el mejicano Lupe Pintor, por ejemplo— y la excitación que se produce cuando un hombre empieza a sangrar en serio.

Cuando habla de sangre, Marvelous Marvin Hagler habla de la suya, por supuesto.

Considerado en abstracto, el cuadrilátero de boxeo es una especie de altar, uno de esos espacios legendarios donde las leyes de una nación quedan suspendidas: cuerdas adentro, en el transcurso de un asalto de tres minutos oficialmente regulado, un hombre puede morir a manos de su contrincante, pero no puede ser legalmente asesinado. El boxeo habita un espacio sagrado y depredador de la civilización; o, para emplear la frase de D. H. Lawrence, antes de que Dios fuera amor. Si ello sugiere una ceremonia salvaje o un rito expiatorio, también sugiere la futilidad de tales gestos. Pues, ¿qué posible expiación es el combate librado si ha de ser en breve librado otra vez… y de nuevo una vez más? El combate de boxeo es la mismísima imagen —la más aterradora, por ser tan estilizada— de la agresividad colectiva de la humanidad, de su continua demencia histórica.

Y hasta aquí.

¿No te recuerda a cierto artículo que me enviaste sobre los toros?


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